La locomotora de vapor, -más allá, incluso, de sus tiempos de primacía- ha sido capaz de consolidar un potente valor icónico alrededor de su inconfundible imagen. Un vistazo a los preliminares del ferrocarril permite constatar cómo en la evolución formal que arranca desde los primeros locomóviles viarios y progresa a través de una muchedumbre de balbuceantes modelos ya ferroviarios, se va poco a poco consolidando una imagen visual de la locomotora de vapor fuertemente condicionada por la funcionalidad interrelacionada de unos pocos órganos fundamentales. En las casi tres décadas que transcurren desde la primera locomotora de Trevithick (1804) a la 'Patentee' de Stephenson (1833) la máquina de vapor delinea sus formas básicas que, en lo fundamental, se mantienen durante más de siglo y medio.
¿Existe una estética propia de las locomotoras?
Sí. Por supuesto. Incluso para los no especialmente interesados en el ferrocarril es fácil reconocer atributos de lo bello -es
decir, de aquello que (RAE dixit) 'por la perfección de sus formas complace a la
vista o al oído y por extensión al espíritu’- en muchas de esas admirables
criaturas que llamamos locomotoras: ¿cómo negarlo ante alguna de aquéllas despampanantes máquinas (fig.1) que vinieron a representar a un tiempo, el cenit y, ¡ay!, el canto
del cisne de la tracción vapor española?
Sin embargo, a lo largo de la historia del ferrocarril esa
sensación de percibir algo bello -o, cuando menos, atrayente- al frente de un tren no ha sido exclusiva de
los tiempos del vapor: ¿quién capaz de resistirse
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Figura 1. El apodo de Bonita refleja el reconocimiento popular a la estética de esta bella máquina (serie 241-2200) (Foto M.Maristany. Del blog Trenes y Tiempos, de Angel Rivera) |