Durante el último tercio del siglo XIX y hasta el
comienzo de la I Guerra Mundial, el mundo asistió -justo cuando declinaba
irreversiblemente el ya muy menguado español- al auge de los imperios. Frente a
los muy consolidados -caso del británico- que pugnaban por reafirmar su
supremacía, aparece la competencia de nuevos ‘imperios emergentes’ -Alemania,
Estados Unidos, Japón- dispuestos a disputarle aquella y, en todo caso, a
extender su influencia, -mediante variadas formas de colonización, y sin excluir
el uso de la fuerza-, a los confines del globo.
Pues bien, durante varias décadas, la imagen de un
imperio fué, en gran medida, la que proyectaba su marina, tanto mercantil como
militar. El aseguramiento de los intercambios de la metrópoli con las colonias
-donde prosperaban con frecuencia lucrativos negocios y fuentes de
aprovisionamiento esenciales- requería de una flota mercante competente y, sobre todo, de
una armada de solvencia adecuada como para disuadir de molestarla a los advenedizos impertinentes.
Los barcos de guerra, cada vez más imponentes -temibles,
en suma- en términos de número, tonelaje y armamento eran, pues, potentes
vectores de la capacidad disuasoria de las marinas, es decir, de los imperios
respectivos. Su presencia en puertos era vista con atenta admiración y parece
lógico pensar que ciertos aspectos de su diseño, que reflejaban los mayores avances de la ingeniería naval del momento, fueran vistos como referencias
dignas de exportación al ferrocarril. Un caso interesante, que a finales del siglo XIX condujo a la construcción de máquinas cuya rompedora imagen estuvo en consonancia con la brillantez de sus prestaciones, tuvo lugar, sobre todo, en la companía francesa Paris-Lyon-Mediterráneo (PLM) y sus celebradas locomotoras de carenado corta-viento.
Ingeniería naval militar a fines del siglo XIX: algunas referencias de interés
Con diferencia, a finales del siglo XIX las unidades navales
más representativas del poderío de una armada eran los acorazados, cuyo diseño
experimentó un continuo progreso con un punto de inflexión fundamental en la
construcción del Dreadnought británico de 1906, barco al que se
considera patrón de los acorazados modernos y promotor de un apogeo que se extendió hasta la Segunda Guerra Mundial, en la que el extraordinario progreso del poder de la aviación militar determinó su dramático ocaso.
Sin embargo, la limitada capacidad de los torpederos para navegar en mar abierto, obligó a las marinas a plantearse un modelo de barco capaz de hacerlo con solvencia, defender a los acorazados frente a los barcos torpederos y, llegado el caso, poder atacar a su vez con torpedos a barcos enemigos. Surge así uno de los barcos icónicos de las armadas durante el siglo XX: el torpedero de alta mar, o contratorpedero inicialmente, cuya evolución natural fue conocida como destructor.
Y curiosamente fue España, cuya maltrecha fuerza naval por cierto no levantó ya cabeza desde la derrota de Trafalgar (1805) hasta su tan heroico como inútil sacrificio en Santiago de Cuba (1898), una de las pioneras en el uso de los destructores con la entrada en servicio en 1887 del primero, de muy ágil andar (23 nudos) y nombre Destructor, precisamente.
Precisamente algunos elementos visibles de estos barcos
-centrémonos ya en los acorazados y destructores- traducían en sí mismo el
esfuerzo de los ingenieros navales por mejorar continuamente su desempeño operacional.
Quizás uno de los más significativos fuera la roda, cierre terminal delantero del
casco, como pieza clave de una parte del buque -su proa- esencial para la
navegación. Conviene recordar que funcionalmente la proa tiene como objetivo,
entre otros, vencer la resistencia que ofrece la mar al avance del buque del
modo más eficiente; su forma determina, pues, en gran medida la interacción del
mismo con el agua, su comportamiento encarando -y generando a su vez- olas, y en
fin, condiciona su estabilidad, su consumo de combustible y no poca de su
capacidad marinera.
Las proas -rectas, izda. o invertidas, dcha.-, elementos naturalmente característicos, de alta visibilidad, en la imagen de un barco, diseñadas para optimizar su comportamiento en navegación, 'abriendo el agua' a su paso, representaban una potente referencia técnica -fundamentada en el estado del arte de la hidrodinámica- a la hora de abordar soluciones relacionadas con el avance eficiente de un cuerpo inmerso en un fluído: por ejemplo, un tren. Foto (izda): Torpedero Kasumi. (Japón) Fuente: United States Library of Congress's Prints and Photographs division. ID ggbain.16980 Foto (Dcha.): Acorazado New Hampshire https://www.wikiwand.com/en/USS_New_Hampshire_(BB-25) |
Pues bien, a finales del siglo XIX y excluyendo los veleros, coexistían sobre todo entre los grandes buques los de roda recta, siguiendo el diseño más habitual desde los primeros barcos de vapor, con los de proa invertida. Esta disposición -que ya existía desde la Antigüedad en los barcos dotados de espolón- se popularizó durante un tiempo en las armadas -en la actualidad vuelve a hacerlo [1] para cierto tipo de barcos- por razones hidrodinámicas: una mayor eslora sumergida, a igualdad de manga, mejoraba la resistencia al avance, proporcionaba economías de consumo, y en situaciones de mala mar reducía el cabeceo; sin embargo, sus inconvenientes -tendencia a hundirse de proa y proyectar mucha agua sobre cubiertas y equipamiento- pronto propiciaron su sustitución por las airosas proas lanzadas. En todo caso, por resumir y yendo a lo que nos importa, a finales del XIX las proas rectas e invertidas -como en el caso del Destructor español- eran consideradas como las mejores soluciones ofrecidas por la ingeniería para ‘hendir’ las aguas en la navegación de los buques más modernos del momento.
El mistral y sus afecciones ferroviarias
Cuando aún habría de transcurrir algún tiempo para el
desarrollo de la aviación -y por tanto los conocimientos sobre aerodinámica
caminaban por detrás de los de la hidrodinámica-, no debe extrañar, pues, que
los ingenieros ferroviarios involucrados en la tracción recurrieran a
soluciones ‘inspiradas’ en el mundo de la mar a la hora de enfrentar determinados
problemas asociados con el remolque de trenes.
Uno de ellos, de carácter bien localizado, fue -es- el
efecto del mistral sobre la circulación ferroviaria en la zona del bajo valle
del Ródano, en la Provenza francesa. El mistral es un viento del noroeste, duro,
frío y seco, al que acelera su paso encajado entre valles y desfiladeros del
Macizo Central y Alpes, y que por su intensidad -puede superar con facilidad los 100
km/h- y persistencia -más de cien días al año- viene condicionando secularmente
clima y actividades humanas en su zona de influencia.
No debe extrañar, por tanto, que los ingenieros de la compañía ferroviaria Paris-Lyon-Mediterráneo (PLM) se plantearan relativamente pronto [2] los efectos aerodinámicos asociados a la marcha de los trenes por su línea principal hacia Marsella y la Costa Azul, no tanto interesados en reducir la resistencia al avance para incrementar su velocidad, sino sobre todo con el fin de mejorar su comportamiento ante el mistral, ocasionalmente capaz -se decía- de pararlos aun circulando con el regulador abierto a tope. Como fruto de sus investigaciones surgió una serie icónica de locomotoras, consideradas por algunos entre las más bellas de su tiempo, y en las que en su estética, en todo caso, no es difícil identificar algunos detalles de inconfundible reminiscencia naútica.
Los balbuceos de la aerodinámica ferroviaria: las locomotoras corta-viento
Se atribuye en todo caso al ingeniero Teófilo Ricour, responsable de tracción en la compañía francesa del Estado, una de las más tempranas (1884) aproximaciones sistemáticas a las vicisitudes de la aerodinámica ferroviaria [2]. Una de sus materializaciones más conocida fue la locomotora rápida 120-2072, cuyo carenado parcial apunta ya a soluciones que tendrán un mayor desarrollo en tiempos posteriores; en las pruebas realizadas entre 1884-85, aseguraba que con él se podían conseguir consumos mejorados en un 10-12%, valores, en todo caso, no exentos de razonables dudas, al ser considerados demasiado optimistas por los especialistas.
A comienzos de la década de 1890 la compañía PLM se plantea a su vez la mejora de las prestaciones de sus máquinas, atendiendo, entre otros, al efecto del mistral. En un contexto de encarecimiento del carbón, el ingeniero jefe de Tracción, Baudry, uno de los pioneros franceses en la implementación de la doble expansión, desarrolla unos carenados parciales de las máquinas de la serie C21 a 60 -las 'pequeñas C'- en 1894, con el objetivo de remolcar trenes de 200 tn por encima de 100 km/h.
Esos peculiares carenados hacen a las locomotoras ser apodadas como las 'corta-vientos' o 'compound con pico' (compound a bec).
Posteriormente, la serie C de máquinas del PLM, y en concreto la subserie C61 a C180 (año 1898), conocidas como las ‘C grandes’, las primeras compound francesas para trenes rápidos, fueron máquinas especialmente diseñadas para el remolque de los más prestigiosos de la compañía; al frente del Rápido ‘Costa Azul’ (235 tns.), en el recorrido Paris-Marsella podían alcanzar velocidades medias cercanas a los 90 km/h, con puntas de 120 km/h.
Construídas por diferentes fabricantes, lo que justifica algunas diferencias de detalle, su potente imagen, tal vez demasiado compacta, con grandes ruedas que confirman su vocación de velocistas, reforzada por el color verde oliva de su librea, queda en todo caso inconfundiblemente condicionada por el carenado de la caja de humos -que recuerda la proa recta o invertida de un buque de la época; por la envolvente integrada que cubre la chimenea y el aparatoso domo, evocando asimismo la proa de un barco; y por la cabina, con sus paredes frontales en un marcado ángulo que inevitablemente, de nuevo, recuerda las formas delanteras de un navío.
Sin embargo, sorprende al mismo tiempo la proliferación de equipos y conducciones sobre la caldera y plataforma de servicio, lo que las aleja -excepto quizás en su tercio delantero- de la limpieza de líneas esperada en una locomotora pretendidamente aerodinámica.
La estética de las ‘C grandes’ representa, pues, el resultado de la evolución del primitivo carenado de series previas de máquinas -del PLM y de otras compañías-, desde los primeros pasos propios de una balbuceante aproximación a las consideraciones aerodinámicas en el diseño de las locomotoras de vapor, hacia un objetivo funcional concreto: mitigar los efectos del persistente viento mistral.
Sucesoras de sus hermanas menores de rodaje 220, las un tanto desgarbadas máquinas 230 A del PLM (1904-05) suponen un tipo de transición -antes de la llegada de las Pacific- consecuencia del aumento de carga remolcada en trenes rápidos que se acercan ya a las 400 tn. Algunas de ellas fueron dotadas también de carenado parcial del mismo tipo que sus predecesoras, aunque más solventes de potencia que ellas, solo tuvo una duración efímera Fotos: Locomotora 230 B Fuente: http://www.antiqbrocdelatour.com Scan from Howden, J.R. (1907) The Boys' Book of Locomotives, Londres : E. Grant Richards, pp. facing p. 113 |
Esa rompedora estética ‘corta-vientos’ (coupe-vent, en francés), de raíces marineras no sorprendentes como he comentado, y que sin duda singulariza estas máquinas en la historia del ferrocarril, se mantuvo en series posteriores (vg. la serie 230 A) y entró a formar parte de la que podríamos llamar tradición PLM de diseño de sus locomotoras [2]: aunque con la incorporación de máquinas más potentes, fueron progresivamente relegadas a servicios secundarios y despojadas de los carenados delanteros, la cabina corta-vientos se mantuvo incluso en tiempos SNCF en algunas series que llegaron al final de la época del vapor (141P y 241P). Al mismo tiempo, estas cabinas proporcionaron una cierta mejora de condiciones de trabajo para el personal de conducción al ampliar las dimensiones del espacio disponible y la cobertura ante la intemperie.
Contemporáneamente a las máquinas carenadas del PLM de fin de siglo, y aprovechando quizás la estela de su ola de popularidad, Ricour perseveró en sus diseños aerodinámicos, culminando en 1897-98 con sus 220 (la corta serie 2751 a 2754 del Estado) que se ganaron el apodo de 'hocico de cerdo' por razones fácilmente comprensibles [3]. En todo caso y comparadas con las locomotoras del PLM, éstas del Estado fueron notablemente menos brillantes, quizás por estar asignadas a una línea (la Paris-Burdeos) menos expuesta a habituales vientos impetuosos.
Conclusión
A finales del XIX aún con limitado conocimiento teórico -y atención- a los fenómenos aerodinámicos relacionados con la tracción ferroviaria destacan algunos animosos intentos de reducir su incidencia, asociados, sobre todo, al efecto del viento mistral en ciertos tramos de la red francesa PLM. Aparecen como consecuencia máquinas con diversos y pintorescos carenados (corta-viento), de limitada eficacia y notables reminiscencias navales, muy propias del progreso -y creciente influencia- del transporte y poder militar marítimo en la época.
Aun siendo muy estimables esos esfuerzos, los diseños -eclécticos- de las locomotoras implicadas ponen de manifiesto, en efecto, lo limitado de la comprensión de los fenómenos aerodinámicos en el momento, dado que, en relación con el cuerpo cilíndrico y rodajes, más allá de la caja de humos (con potente impacto en su estética, sin duda) y la cabina, no existían, en general, otros elementos carenados; se limitaba así radicalmente el alcance de las mejoras pretendidas en relación con la resistencia al avance. Ello determinó que estos carenados pioneros, al incrementarse la potencia de las locomotoras, fueron considerados innecesarios, no sobreviviendo la mayoría a la primera década del siglo XX.
[1] ChrisKnupp. The inverted bow and warships. https://www.navygeneralboard.com/the-inverted-bow-and-warships/
[2] La aerodynamisme-seulement-pour-la-beaute? Clive Lamming https://trainconsultant.com/2021/01/19/laerodynamisme-seulement-pour-la-beaute/
[3] Écran pare-fumée et carénages. Hors Serie Loco-Revue 25. Pags 20-29. http://fr.1001mags.com/parution/loco-revue/numero-36h-mars-2012/page-20-21-texte-integral